El Portet: Memorias de verano en Moraira

Dicen que hay lugares que no se olvidan, que permanecen intactos en la memoria sin importar cuántos veranos hayan pasado. El Portet es uno de esos rincones. Una pequeña bahía en Moraira donde el tiempo parece detenerse, donde el mar sigue abrazando la orilla con la misma ternura de siempre y el Peñón, imperturbable, continúa saludando a los que llegan descalzos.

Abahana Villas - Vista de la bahía de El Portet de Moraira.

Abahana Villas - Vista de la bahía de El Portet de Moraira.

Algunos llegaban a través del asfalto, ese que ardía como brasas de julio, corríamos sin mirar atrás, esquivando el fuego del suelo con los pies desnudos hasta que el mar asomaba como promesa. Otros, los más valientes o los más salvajes, nos aventurábamos por un sendero de pinchos y chicharras, con la adrenalina de quien se adentra en su propio reino secreto.
Entonces aparecía, El Portet. Nuestro escondite de verano, nuestro refugio con vistas al Peñón que nos saludaba al fondo, como un centinela de piedra.


La arena nos recibía sin prisas, suave como un abrazo y tras ella, el agua; esa agua que no solo mojaba: curaba. Curaba el calor, la impaciencia, las pequeñas heridas de la infancia. Metíamos los pies con una especie de ceremonia sagrada, mirando cómo las conchas se colaban entre los dedos, escogiendo alguna para sumar a nuestra colección; no eran piedras, eran trofeos.


Allí no existía el tiempo, solo el día por delante; nadar, reír., construir fortalezas de arena, desafiar pequeñas olas como si fueran dragones, sentir el sol tostándonos la espalda sin que importara nada más...parar para saborear unas Papas Lolita, su sal pegada a los dedos, el crujido más feliz del universo. Y luego… dejarse caer, agotados y felices como lagartos al sol, una siesta sin hora, con el cuerpo todavía lleno de salitre y los párpados rendidos de tanta vida.


El Portet no era una playa. Era un ritual. Un mapa emocional. Un rincón del alma.
Hoy en día, los locales seguimos bajando a esa barra donde te recibe Ángel, o su hermano, sirviéndote una cerveza bien fría o el helado que elijas de ese cartón de las mil maravillas. A veces es un café caliente con su tostadita, justo después de nadar unos buenos largos.

El Mañet, un poco más arriba, sigue oteando la bahía como un viejo sabio: allí las paellas saben a gloria bendita y el tiempo parece detenerse un poco más.


Con los años, un belga abrió una ventana perfecta al atardecer: su restaurante, Le Dauphin, se ha convertido en emblema de las noches estivales, ese tipo de lugar donde el vino blanco, la brisa y el murmullo del mar se funden en algo que solo puede llamarse verano con mayúsculas.


Sí, el tiempo pasa.
Los recuerdos perduran.
Pero el alma sigue intacta en esta bahía que nos vio crecer, y que acoge con los brazos abiertos a quien se atreva a descubrirla.

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